A pesar de la vasta experiencia nacional en materia eleccionaria, todavía los dominicanos no saben apreciar a cabalidad el valor del voto.
Elecciones tras elecciones, buena parte del electorado lo hace por aquel considerado como el «menos malo». Una vez eliminadas así las más malas opciones, el país se queda de todas formas con una mala. Y mala al fin, en la práctica resulta tan mala como la más mala de las descartadas por malas. Este juego de palabras nos demuestra cuán errático es ese proceder, basado en la falsa presunción de que la más mala de las actitudes es quedarse en casa el día de las votaciones.
Propiciar el sufragio por cualquier opción bajo el predicamento de que el simple hecho de votar fortalece las instituciones, no le hace bien a la democracia ni mejora la vida política del país.
En determinadas circunstancias la abstención es un voto pleno de conciencia. Y los electores tienen el derecho de abstenerse si las propuestas electorales no llenan sus aspiraciones ni satisfacen sus demandas ciudadanas.
Entiendo que, en el pasado, cuando la práctica electoral se imponía como el más idóneo de los métodos para elegir gobiernos, los ciudadanos acudieran a las urnas sin importar la calidad de las propuestas de los candidatos.
Pero luego de cinco décadas continuas de ejercicio democrático electoral, con un inventario de más de veinte procesos comiciales, los electores deben aprender la importancia de saber escoger y darle el valor que realmente tiene ese acto cívico.
Dada la escasa trascendencia que un elevado porcentaje de la matrícula electoral le confiere a la calidad del voto, los partidos no se esfuerzan por nominar a los mejores ciudadanos y así, cada cierto tiempo, por el sólo hecho de votar, ponemos en la cima del poder político, en sus distintas instancias, a personas sin ningún compromiso con el futuro del país ni de sus instituciones.
Votar no es una obligación ciudadana.
La Constitución habla del voto como un derecho. Y los ciudadanos están en el deber de ejercer sus derechos con sentido de responsabilidad. Esa ha sido la clave del fortalecimiento de la democracia y de los derechos ciudadanos en países que han salido de la oscuridad derivada de la falta de transparencia, no sólo en la conducta de los gobiernos, sino en el proceder de los individuos. De manera que votar por hacerlo no le hace ningún servicio a la democracia.Los partidos tienen que ganarse el favor del electorado en base a la selección de candidatos que reúnan condiciones morales para el desempeño de funciones públicas, sea desde el Poder Ejecutivo, como en el Congreso y los municipios.En muchos países existe el voto en blanco o de protesta. En ellos, por ejemplo, cuando ese voto supera el 50 por ciento del sufragio para cualquier cargo o demarcación, los candidatos afectados quedan inhabilitados por el resto de sus vidas para presentarse en futuras elecciones, para esos y otros cargos.Digámoslo de manera más sencilla. Bajo esa regla, si en las próximas elecciones dominicanas los candidatos a senadores o cualquier otro puesto en una provincia llegaran en conjunto a obtener menos sufragios que los votos en blanco, jamás volverían a ser candidatos a ningún cargo.A muchos pudiera esto parecerles demasiado severo. Pero otros lo verían como una receta adecuada a las malas experiencias nacionales.La abstención
A falta de esa modalidad, la abstención sería una forma de protesta. El derecho al voto implica el derecho a la abstención. Sucede como en las demás libertades. El derecho de asociación conlleva el derecho a no asociarse. En una sociedad libre nadie puede ser obligado a pertenecer a un partido o a un sindicato, tampoco puede ser forzado a votar por candidatos en los que no confía.
El jurista Eduardo Jorge Prats resaltó hace años en un artículo en el matutino Hoy, la importancia del voto de rechazo, o “por ninguno”, para evitar abstenciones masivas en futuros procesos electorales. Y para hacerlo posible propuso que se establezca la obligatoriedad del voto, concediendo a los ciudadanos “la posibilidad de expresar su rechazo a las diferentes candidaturas mediante un voto en blanco o un voto por ninguno”.El planteamiento podría aceptarse desde el punto de vista práctico correcto, pues es innegable que ningún ciudadano puede ser obligado a votar por el mero hecho de hacerlo, porque esa tradición muy afianzada en la conciencia nacional ha hecho de la política partidista y de las elecciones mismas lo que Juan Bosch solía llamar “mataderos electorales”; convocatorias para idiotas obligados a votar así por personas sin condiciones ni comprometidos con la suerte de la nación.La obligatoriedad del voto, en conclusión, sólo se justificaría si los electores pudieran ejercerlo con amplia libertad y el chance de expresar su desacuerdo con las opciones que aparezcan en las boletas electorales.Bajo otras circunstancias, la obligatoriedad del sufragio reñiría con el concepto del derecho al voto, porque los derechos se ejercen a discreción y no pueden constituir una camisa de fuerza. Si es mi derecho el votar, me compete como ciudadano ejercerlo o abstenerme.De todas maneras, a Jorge Prats le asistía razón cuando señalaba que, bajo el estado actual, la abstención será siempre el “mecanismo lícito para expresar el rechazo ciudadano a las opciones electorales que se le presentan”.
El modelo electoral dominicano despoja a los ciudadanos del derecho al repudio de aquellas opciones con las que no están de acuerdo. Es un vicio arrastrado desde el despegue mismo de la democracia, tras la caída de la tiranía. La propuesta de Jorge Prats merece ser considerada.