Por: Petra Saviñón, periodista de RD.
El tiempo vuela, claro que sí y a veces lleva en sus alas los recuerdos de la gente amada y poco a poco, su ausencia es suplantada por el diario correr, por los eternizados afanes. parten de este “espacio terrenal” pero más allá de ese cliché, no está claro a dónde va.
En la fascinante mitología egipcia hay un espacio para los difuntos, el mundo de los muertos. Ahí, Anubis, guardián de tumbas y cementerios, en presencia del supremo Osiris, pesa su corazón en la balanza de Maat, representación de la justicia y de la verdad, de contrapeso la pluma de esa diosa.
Si el órgano vital para el Egipto antiguo, tiene más peso, le impedirá a su dueño la vida eterna y será, en cambio, devorado por la bestia Ammit.
En las religiones abrahamicas que abundan en occidente, no hay una definición clara de a dónde van los que fallecen. La de mayor cantidad de fieles, el cristianismo, fragmentada en múltiples doctrinas, tiene una amplia gama de explicaciones.
La católica romana hablaba del purgatorio, un lugar de limpieza para los de comportamiento regular, que ascenderían luego al paraíso y bajarían al infierno los malvados. Pero ya descartó el primer sitio.
Otros cristianos afirman que el alma queda dormida hasta que suene la trompeta para pasar causa, aunque en una de las parábolas de Jesús, el rico y Lázaro van desde que perecen uno al lado de Abraham, el otro a lugar de tormento. Estaban cerca, pues podían verse.
Así, estas contradicciones nos abren interrogantes que nadie responde y mejor echar mano al versículo polvo eres y polvo serás.
Mientras y pese al tiempo, para los que perdemos a gente valiosa, queda abierta la incógnita y recrudecida la incertidumbre de si de verdad están por ahí y nos ven, nos escuchan y hasta conocen nuestros pensamientos.
¿Qué habrá de cierto, Abraham? A cinco años de tu partida aún no sabemos responder.